En los últimos tiempos me he visto sorprendida por un aluvión de rupturas inesperadas por ser de relaciones eternas: una de 10 años, otra de 15 y otra de 18 años.
Lo primero que haces cuando te enteras de algo así es sorprenderte. Parece que llega un punto (no tengo muy claro cuál, porque yo no he pasado por él), en el que te crees que una relación es para siempre. ¡Pero resulta que no! Parece ser que esas relaciones también se rompen, y con bastante más frecuencia de lo que nos pensamos. De hecho, sólo hay que escuchar esta CANCIÓN para ser consciente de por qué esto ocurre.
Y una vez que ya te has sorprendido lo suficiente, piensas: “Si a mí me pasa eso, ¡me muero!”. ¡Error! Por suerte, nadie se muere por nadie. Afortunadamente, nunca he pasado por algo tan fuerte, pero sé que tiene que ser duro cuando tienes tu vida planteada, y de pronto toda esa vida se viene abajo. Supongo que saber que la gente sale de eso, al principio no te ayuda, pero después te hace ver que al fondo se ve la luz.
En la mayoría de los casos, las rupturas son muy dolorosas, al menos para una de las partes. Y en estos casos hay dos maneras de afrontarlas. La primera es, para mí y mi forma de ser, la más normal: lo pasas muy mal al principio, y poco a poco el tiempo todo lo cura. Y de pronto, alguien algún día vuelve a despertar algún sentimiento especial en ti. La otra es, como he escuchado en más de un sitio, el “síndrome de apareamiento indiscriminado”. Es el clásico “una mancha de mora con otra verde se quita”. Seguro que todos conocemos a alguien que después de una relación larga se echa a la calle y liga todo lo que habría correspondido a toda su pandilla.
Poco a poco todo vuelve a una relativa normalidad, y hay un día en el que ya no sabes si echas de menos a esa persona, o sólo la situación de ser dos que tenías antes. Y otro día, te das cuenta de que ¡eres autosuficiente! Y ese día, ya estás bien.